Santiago Rueda | SABANA

UN POCO DE CIELO, UN POCO DE AGUA, UN POCO DE AIRE

Los paisajes de Iván Herrera me recuerdan inmediatamente a los artistas de la Escuela de la Sabana, categoría bajo la cual se agrupó a los pintores que, entre inicios y mediados del siglo XX, dedicaron sus días a pintar la naturaleza, recorriendo las cercanías o mejor, las goteras de Bogotá, capturando los cerros, potreros, humedales, las siempre presentes hileras de eucaliptos y manchas de bosque, y sobre todo, los hermosos e inigualables fenómenos lumínicos del altiplano.

Dicha búsqueda del paisaje es casi la misma que Ivan Herrera ha realizado durante los dos últimos años, madrugando día tras día para recorrer esos parajes con su cámara instantánea.  

A contracorriente, y a diferencia de lo que un fotógrafo convencional haría al encarar el tema, Herrera se auto impuso una dificultad para lograr un resultado: usar una cámara digital instantánea, descendiente directa de la legendaria Polaroid, con todos los retos que el formato impone: blanqueamiento y aplanamiento de los colores, simplificación de los planos, pérdida del detalle. En suma, un añejamiento inmediato de la imágen.

Con su cámara, aprovechando sus limitaciones, realiza una serie de tomas que conserva para editar posteriormente. Sin proponérselo, actúa como los paisajistas sabaneros, quienes anotaban sus impresiones al aire libre a lo largo de excursiones campestres -en libretas de dibujo o cartones, con lápices y acuarelas-, creando apuntes, bocetos, aproximaciones a la obra que desarrollarían posteriormente en la tranquilidad de sus estudios.

Herrera invoca el mismo proceso, trabajando la imagen capturada posteriormente, no con la intención de ‘mejorarla’, sino con el propósito de aprovechar al máximo sus capacidades expresivas, sin ‘traicionar’ -por así decirlo-, la azarosa calidad del original. Para el fotógrafo, como para los pintores, hacer un paisaje es un ejercicio creativo que opera entre lo capturado (el boceto del pintor, la captura del instante del fotógrafo); lo recordado (la impresión subjetiva guardada en la mente y que constituye lo que podría calificarse como ‘lo extra fotográfico’ -el frío de la madrugada, el olor del campo, el trino de los pájaros al amanecer-) y lo deseado (el resultado que se moldea en la intimidad del estudio).

Del balance entre estos tres factores resultan -en este caso- recuerdos de luz, luminosas miniaturas en las que lo incidental da paso al motivo central: la ya mencionada sutil atmósfera de la planicie andina; la misma a la que Germán Arciniegas, en su Biografía del Caribe, describió como el verdadero El Dorado, que los conquistadores españoles jamás supieron ver:

“Por la tarde todo es de oro: los nubarrones que gravitan sobre el anillo de montes que rodean la llanura, las aguas de los pantanos y hasta el aire que envuelve las colinas. Por la noche todo es de hielo; el camino de leche de las estrellas, que anuncia escarchas para el amanecer, el viento que entumece los dedos, el agua que se congela en tazones de barro, en artesas de madera. Por la mañana todo es de rosa: las mejillas del alba, el agua que se tiñe en las gotas de rocío, el viento que llega perfumado de los montes. Ese es El Dorado: un poco de cielo, un poco de agua, un poco de aire, que cambian de colores y juegan sobre la llanura apacible.” (Arciniegas 2016).

Es este rincón del paraíso terrenal, sencillo, sublime, el motivo de estas fotografías; sin embargo, en su estado actual: el acelerado proceso de poblamiento e industrialización en el que se encuentra. Es su deterioro lo que inquieta, el sentimiento de pérdida de lo que alguna vez fuera la posibilidad más cercana e inmediata para los bogotanos de tener contacto con un entorno natural. Esta desconexión con la naturaleza se expresa en sus signos evidentes y en los más cifrados:  las cruces del cementerio abandonado, que se vuelven a encontrar como signo en las hileras de postes, símbolos del progreso y del correrle la cerca la frontera agraria; los caminos que no sabemos a dónde conducen; las estructuras industriales abandonadas, envueltas en paisajes brumosos, sombríos o fríamente deslumbrantes, dando cuenta no sólo de un paisaje que se disuelve, sino de un universo donde no hay certezas.

Son paisajes realizados durante la pandemia y así, opuestos diametralmente a los optimistas cuadros de los pintores sabaneros del siglo pasado. En su visión distópica, cargada de ciencia ficción, nos lleva a preguntarnos: ¿Son paisajes del fin o de un nuevo comienzo de los tiempos?

No lo sabemos, nos presentan la vida como un acertijo, su significado exacto se nos escapa, pero como suma de indagaciones que admiten errores e incertezas, en su melancólica belleza, dan cuenta que Iván Herrera es antes -o después de todo- y escépticamente, un fotógrafo «au plein air».

SANTIAGO RUEDA

Curador e historiador de la fotografía en Colombia